TALLER EVALUATIVO DE LECTURA CRÍTICA 10°.

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Arts

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Nataliz Maria Torres sarmiento

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10 questions

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1.

MULTIPLE CHOICE QUESTION

5 mins • 1 pt

UN VIOLINISTA EN EL METRO.

Hay una incómodo pregunta que muchos lectores se habrán hecho alguna vez en la vida, y que tal vez no hayan querido responderse. ¿Qué pasaría si a uno lo pusieran a leer grandes obras de la literatura sin que en ninguna parte del libro apareciera el nombre del autor? ¿Alabaríamos con tanta convicción la sutileza de un cuento de Chejov? ¿Nos perturbaría tanto un monólogo de Samuel Beckett? ¿Aplaudiríamos de pie y con tanto ahínco a García Márquez? […]

En otras palabras ¿Realmente somos capaces de reconocer el genio si no viene “empacado” correctamente, legitimado por un gran museo, premiado por una prestigiosa Academia, refrendado por la historia oficial de la cultura? El Washington Post hizo un experimento para intentar responder esta pregunta. Le pidió al gran virtuoso Joshua Bell, uno de los tres más importantes violinistas vivos del mundo, que se pusiera una gorra de béisbol y se parara en un rincón de una estación de metro en Washington. […] Bell llegó a la estación, abrió el estuche de su violín y arrojo un puñado de monedas para estimular a los paseantes. Eso fue lo que pasó: de los casi dos mil transeúntes que pasaron a su lado esa mañana, solo seis personas voltearon la cabeza con algún signo de interés o se detuvieron un momento a escucharlo. Bell cuenta la desolación que sentía cada vez que terminaba una pieza y en lugar de la acostumbrada ovación, solo seguía un doloroso silencio. Bell recaudó 32 dólares.

Son más las preguntas que surgen del resultado del experimento que las respuestas. Tal vez la belleza necesite de ese contexto santificador para poder ser reconocida, y sea injusto juzgar a las dos mil personas que pasaron al lado de Bell. Aun así, queda un cierto desasosiego en el aire. Si alguien se llegara a enterar de que era uno de esos transeúntes que ignoraron al violinista, quizás le daría algo de vergüenza. Y en esa palabra, “vergüenza”, puede estar la pista que arroje luz sobre la incógnita de nuestra capacidad para percibir la belleza. El experimento mismo asume que la belleza debe ser percibida sin necesidad de conocimiento. Que la sensibilidad no tiene por qué se educada. Que los seres humanos deberíamos ser capaces de reconocer lo bello por medio de algún misterioso mecanismo innato. Es decir, que “gusto” y “juicio estético” son sinónimos. Y es esa intensa presión social que presupone que todos deberíamos saber reconocer lo bello (en literatura, en pintura, en música) la que nos obliga a esa pequeña dosis de hipocresía a la que se aludía al comienzo de este editorial. La única moraleja posible para el fiasco del metro es la siguiente: el conocimiento no es sinónimo de erudición como creen tantos (y por eso huyen del mundo de la cultura) sino de curiosidad por la vida misma.

Y el conocimiento está íntimamente ligado a nuestra capacidad para emocionarnos ante la contemplación de lo bello. O en otras palabras, corazón y cabeza son un solo instrumento. Quien no reconoce todas las formas de la belleza no debería sentir vergüenza. Pero si la siente, debería educar su sensibilidad, porque no viene alfabetizada en el ADN.

Revista Arcadia (abril del 2007).


1. El término que reemplaza adecuadamente la palabra subrayada en el enunciado: “en lugar de la acostumbrada ovación, solo seguía un doloroso silencio” es:

Consideración.

Apreciación.

Aplauso.

Crítica.

2.

MULTIPLE CHOICE QUESTION

5 mins • 1 pt

UN VIOLINISTA EN EL METRO.

Hay una incómodo pregunta que muchos lectores se habrán hecho alguna vez en la vida, y que tal vez no hayan querido responderse. ¿Qué pasaría si a uno lo pusieran a leer grandes obras de la literatura sin que en ninguna parte del libro apareciera el nombre del autor? ¿Alabaríamos con tanta convicción la sutileza de un cuento de Chejov? ¿Nos perturbaría tanto un monólogo de Samuel Beckett? ¿Aplaudiríamos de pie y con tanto ahínco a García Márquez? […]

En otras palabras ¿Realmente somos capaces de reconocer el genio si no viene “empacado” correctamente, legitimado por un gran museo, premiado por una prestigiosa Academia, refrendado por la historia oficial de la cultura? El Washington Post hizo un experimento para intentar responder esta pregunta. Le pidió al gran virtuoso Joshua Bell, uno de los tres más importantes violinistas vivos del mundo, que se pusiera una gorra de béisbol y se parara en un rincón de una estación de metro en Washington. […] Bell llegó a la estación, abrió el estuche de su violín y arrojo un puñado de monedas para estimular a los paseantes. Eso fue lo que pasó: de los casi dos mil transeúntes que pasaron a su lado esa mañana, solo seis personas voltearon la cabeza con algún signo de interés o se detuvieron un momento a escucharlo. Bell cuenta la desolación que sentía cada vez que terminaba una pieza y en lugar de la acostumbrada ovación, solo seguía un doloroso silencio. Bell recaudó 32 dólares.

Son más las preguntas que surgen del resultado del experimento que las respuestas. Tal vez la belleza necesite de ese contexto santificador para poder ser reconocida, y sea injusto juzgar a las dos mil personas que pasaron al lado de Bell. Aun así, queda un cierto desasosiego en el aire. Si alguien se llegara a enterar de que era uno de esos transeúntes que ignoraron al violinista, quizás le daría algo de vergüenza. Y en esa palabra, “vergüenza”, puede estar la pista que arroje luz sobre la incógnita de nuestra capacidad para percibir la belleza. El experimento mismo asume que la belleza debe ser percibida sin necesidad de conocimiento. Que la sensibilidad no tiene por qué se educada. Que los seres humanos deberíamos ser capaces de reconocer lo bello por medio de algún misterioso mecanismo innato. Es decir, que “gusto” y “juicio estético” son sinónimos. Y es esa intensa presión social que presupone que todos deberíamos saber reconocer lo bello (en literatura, en pintura, en música) la que nos obliga a esa pequeña dosis de hipocresía a la que se aludía al comienzo de este editorial. La única moraleja posible para el fiasco del metro es la siguiente: el conocimiento no es sinónimo de erudición como creen tantos (y por eso huyen del mundo de la cultura) sino de curiosidad por la vida misma.

Y el conocimiento está íntimamente ligado a nuestra capacidad para emocionarnos ante la contemplación de lo bello. O en otras palabras, corazón y cabeza son un solo instrumento. Quien no reconoce todas las formas de la belleza no debería sentir vergüenza. Pero si la siente, debería educar su sensibilidad, porque no viene alfabetizada en el ADN.

Revista Arcadia (abril del 2007).


2. El propósito del experimento del Washinton Post es:

Probar que las personas no saben de música clásica.

Responder la primera pregunta que se plantea en el texto.

Determinar si las personas pueden reconocer el genio y la belleza en cualquier contexto.

Demostrar que Joshua Bell no es un violinista tan famoso como se cría.

3.

MULTIPLE CHOICE QUESTION

5 mins • 1 pt

UN VIOLINISTA EN EL METRO.

Hay una incómodo pregunta que muchos lectores se habrán hecho alguna vez en la vida, y que tal vez no hayan querido responderse. ¿Qué pasaría si a uno lo pusieran a leer grandes obras de la literatura sin que en ninguna parte del libro apareciera el nombre del autor? ¿Alabaríamos con tanta convicción la sutileza de un cuento de Chejov? ¿Nos perturbaría tanto un monólogo de Samuel Beckett? ¿Aplaudiríamos de pie y con tanto ahínco a García Márquez? […]

En otras palabras ¿Realmente somos capaces de reconocer el genio si no viene “empacado” correctamente, legitimado por un gran museo, premiado por una prestigiosa Academia, refrendado por la historia oficial de la cultura? El Washington Post hizo un experimento para intentar responder esta pregunta. Le pidió al gran virtuoso Joshua Bell, uno de los tres más importantes violinistas vivos del mundo, que se pusiera una gorra de béisbol y se parara en un rincón de una estación de metro en Washington. […] Bell llegó a la estación, abrió el estuche de su violín y arrojo un puñado de monedas para estimular a los paseantes. Eso fue lo que pasó: de los casi dos mil transeúntes que pasaron a su lado esa mañana, solo seis personas voltearon la cabeza con algún signo de interés o se detuvieron un momento a escucharlo. Bell cuenta la desolación que sentía cada vez que terminaba una pieza y en lugar de la acostumbrada ovación, solo seguía un doloroso silencio. Bell recaudó 32 dólares.

Son más las preguntas que surgen del resultado del experimento que las respuestas. Tal vez la belleza necesite de ese contexto santificador para poder ser reconocida, y sea injusto juzgar a las dos mil personas que pasaron al lado de Bell. Aun así, queda un cierto desasosiego en el aire. Si alguien se llegara a enterar de que era uno de esos transeúntes que ignoraron al violinista, quizás le daría algo de vergüenza. Y en esa palabra, “vergüenza”, puede estar la pista que arroje luz sobre la incógnita de nuestra capacidad para percibir la belleza. El experimento mismo asume que la belleza debe ser percibida sin necesidad de conocimiento. Que la sensibilidad no tiene por qué se educada. Que los seres humanos deberíamos ser capaces de reconocer lo bello por medio de algún misterioso mecanismo innato. Es decir, que “gusto” y “juicio estético” son sinónimos. Y es esa intensa presión social que presupone que todos deberíamos saber reconocer lo bello (en literatura, en pintura, en música) la que nos obliga a esa pequeña dosis de hipocresía a la que se aludía al comienzo de este editorial. La única moraleja posible para el fiasco del metro es la siguiente: el conocimiento no es sinónimo de erudición como creen tantos (y por eso huyen del mundo de la cultura) sino de curiosidad por la vida misma.

Y el conocimiento está íntimamente ligado a nuestra capacidad para emocionarnos ante la contemplación de lo bello. O en otras palabras, corazón y cabeza son un solo instrumento. Quien no reconoce todas las formas de la belleza no debería sentir vergüenza. Pero si la siente, debería educar su sensibilidad, porque no viene alfabetizada en el ADN.

Revista Arcadia (abril del 2007).


3. El contexto santificador, al cual se refiere el autor como necesario para que reconozcamos la belleza, lo conforman…

los museos, las academias y los críticos de la cultura.

el público, El Washington Post y Bell.

los estudiantes de arte, los artistas de todas las épocas y las academias.

los músicos, los eruditos en arte y los aprendices.

4.

MULTIPLE CHOICE QUESTION

5 mins • 1 pt

UN VIOLINISTA EN EL METRO.

Hay una incómodo pregunta que muchos lectores se habrán hecho alguna vez en la vida, y que tal vez no hayan querido responderse. ¿Qué pasaría si a uno lo pusieran a leer grandes obras de la literatura sin que en ninguna parte del libro apareciera el nombre del autor? ¿Alabaríamos con tanta convicción la sutileza de un cuento de Chejov? ¿Nos perturbaría tanto un monólogo de Samuel Beckett? ¿Aplaudiríamos de pie y con tanto ahínco a García Márquez? […]

En otras palabras ¿Realmente somos capaces de reconocer el genio si no viene “empacado” correctamente, legitimado por un gran museo, premiado por una prestigiosa Academia, refrendado por la historia oficial de la cultura? El Washington Post hizo un experimento para intentar responder esta pregunta. Le pidió al gran virtuoso Joshua Bell, uno de los tres más importantes violinistas vivos del mundo, que se pusiera una gorra de béisbol y se parara en un rincón de una estación de metro en Washington. […] Bell llegó a la estación, abrió el estuche de su violín y arrojo un puñado de monedas para estimular a los paseantes. Eso fue lo que pasó: de los casi dos mil transeúntes que pasaron a su lado esa mañana, solo seis personas voltearon la cabeza con algún signo de interés o se detuvieron un momento a escucharlo. Bell cuenta la desolación que sentía cada vez que terminaba una pieza y en lugar de la acostumbrada ovación, solo seguía un doloroso silencio. Bell recaudó 32 dólares.

Son más las preguntas que surgen del resultado del experimento que las respuestas. Tal vez la belleza necesite de ese contexto santificador para poder ser reconocida, y sea injusto juzgar a las dos mil personas que pasaron al lado de Bell. Aun así, queda un cierto desasosiego en el aire. Si alguien se llegara a enterar de que era uno de esos transeúntes que ignoraron al violinista, quizás le daría algo de vergüenza. Y en esa palabra, “vergüenza”, puede estar la pista que arroje luz sobre la incógnita de nuestra capacidad para percibir la belleza. El experimento mismo asume que la belleza debe ser percibida sin necesidad de conocimiento. Que la sensibilidad no tiene por qué se educada. Que los seres humanos deberíamos ser capaces de reconocer lo bello por medio de algún misterioso mecanismo innato. Es decir, que “gusto” y “juicio estético” son sinónimos. Y es esa intensa presión social que presupone que todos deberíamos saber reconocer lo bello (en literatura, en pintura, en música) la que nos obliga a esa pequeña dosis de hipocresía a la que se aludía al comienzo de este editorial. La única moraleja posible para el fiasco del metro es la siguiente: el conocimiento no es sinónimo de erudición como creen tantos (y por eso huyen del mundo de la cultura) sino de curiosidad por la vida misma.

Y el conocimiento está íntimamente ligado a nuestra capacidad para emocionarnos ante la contemplación de lo bello. O en otras palabras, corazón y cabeza son un solo instrumento. Quien no reconoce todas las formas de la belleza no debería sentir vergüenza. Pero si la siente, debería educar su sensibilidad, porque no viene alfabetizada en el ADN.

Revista Arcadia (abril del 2007).


4.En el enunciado: “realmente somos capaces de reconocer el genio si no viene “empacado” correctamente, la palabra genio significa…

índole o inclinación que guía generalmente el comportamiento de alguien.

estado de ánimo habitual o pasajero.

firmeza de ánimo, energía o temperamento.

facultad o fuerza intelectual para crear o inventar cosas nuevas y admirables.

5.

MULTIPLE CHOICE QUESTION

5 mins • 1 pt

UN VIOLINISTA EN EL METRO.

Hay una incómodo pregunta que muchos lectores se habrán hecho alguna vez en la vida, y que tal vez no hayan querido responderse. ¿Qué pasaría si a uno lo pusieran a leer grandes obras de la literatura sin que en ninguna parte del libro apareciera el nombre del autor? ¿Alabaríamos con tanta convicción la sutileza de un cuento de Chejov? ¿Nos perturbaría tanto un monólogo de Samuel Beckett? ¿Aplaudiríamos de pie y con tanto ahínco a García Márquez? […]

En otras palabras ¿Realmente somos capaces de reconocer el genio si no viene “empacado” correctamente, legitimado por un gran museo, premiado por una prestigiosa Academia, refrendado por la historia oficial de la cultura? El Washington Post hizo un experimento para intentar responder esta pregunta. Le pidió al gran virtuoso Joshua Bell, uno de los tres más importantes violinistas vivos del mundo, que se pusiera una gorra de béisbol y se parara en un rincón de una estación de metro en Washington. […] Bell llegó a la estación, abrió el estuche de su violín y arrojo un puñado de monedas para estimular a los paseantes. Eso fue lo que pasó: de los casi dos mil transeúntes que pasaron a su lado esa mañana, solo seis personas voltearon la cabeza con algún signo de interés o se detuvieron un momento a escucharlo. Bell cuenta la desolación que sentía cada vez que terminaba una pieza y en lugar de la acostumbrada ovación, solo seguía un doloroso silencio. Bell recaudó 32 dólares.

Son más las preguntas que surgen del resultado del experimento que las respuestas. Tal vez la belleza necesite de ese contexto santificador para poder ser reconocida, y sea injusto juzgar a las dos mil personas que pasaron al lado de Bell. Aun así, queda un cierto desasosiego en el aire. Si alguien se llegara a enterar de que era uno de esos transeúntes que ignoraron al violinista, quizás le daría algo de vergüenza. Y en esa palabra, “vergüenza”, puede estar la pista que arroje luz sobre la incógnita de nuestra capacidad para percibir la belleza. El experimento mismo asume que la belleza debe ser percibida sin necesidad de conocimiento. Que la sensibilidad no tiene por qué se educada. Que los seres humanos deberíamos ser capaces de reconocer lo bello por medio de algún misterioso mecanismo innato. Es decir, que “gusto” y “juicio estético” son sinónimos. Y es esa intensa presión social que presupone que todos deberíamos saber reconocer lo bello (en literatura, en pintura, en música) la que nos obliga a esa pequeña dosis de hipocresía a la que se aludía al comienzo de este editorial. La única moraleja posible para el fiasco del metro es la siguiente: el conocimiento no es sinónimo de erudición como creen tantos (y por eso huyen del mundo de la cultura) sino de curiosidad por la vida misma. Y el conocimiento está íntimamente ligado a nuestra capacidad para emocionarnos ante la contemplación de lo bello. O en otras palabras, corazón y cabeza son un solo instrumento. Quien no reconoce todas las formas de la belleza no debería sentir vergüenza. Pero si la siente, debería educar su sensibilidad, porque no viene alfabetizada en el ADN.

Revista Arcadia (abril del 2007).


5. En el último párrafo, podemos analizar que el autor se pregunta por…

nuestra capacidad para percibir o reconocer la belleza.

las características de lo que puede ser considerado bello.

las razones que llevaron a los transeúntes a ignorar a Bell.

las características del gusto contemporáneo.

6.

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5 mins • 1 pt

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Hay una incómodo pregunta que muchos lectores se habrán hecho alguna vez en la vida, y que tal vez no hayan querido responderse. ¿Qué pasaría si a uno lo pusieran a leer grandes obras de la literatura sin que en ninguna parte del libro apareciera el nombre del autor? ¿Alabaríamos con tanta convicción la sutileza de un cuento de Chejov? ¿Nos perturbaría tanto un monólogo de Samuel Beckett? ¿Aplaudiríamos de pie y con tanto ahínco a García Márquez? […]

En otras palabras ¿Realmente somos capaces de reconocer el genio si no viene “empacado” correctamente, legitimado por un gran museo, premiado por una prestigiosa Academia, refrendado por la historia oficial de la cultura? El Washington Post hizo un experimento para intentar responder esta pregunta. Le pidió al gran virtuoso Joshua Bell, uno de los tres más importantes violinistas vivos del mundo, que se pusiera una gorra de béisbol y se parara en un rincón de una estación de metro en Washington. […] Bell llegó a la estación, abrió el estuche de su violín y arrojo un puñado de monedas para estimular a los paseantes. Eso fue lo que pasó: de los casi dos mil transeúntes que pasaron a su lado esa mañana, solo seis personas voltearon la cabeza con algún signo de interés o se detuvieron un momento a escucharlo. Bell cuenta la desolación que sentía cada vez que terminaba una pieza y en lugar de la acostumbrada ovación, solo seguía un doloroso silencio. Bell recaudó 32 dólares.

Son más las preguntas que surgen del resultado del experimento que las respuestas. Tal vez la belleza necesite de ese contexto santificador para poder ser reconocida, y sea injusto juzgar a las dos mil personas que pasaron al lado de Bell. Aun así, queda un cierto desasosiego en el aire. Si alguien se llegara a enterar de que era uno de esos transeúntes que ignoraron al violinista, quizás le daría algo de vergüenza. Y en esa palabra, “vergüenza”, puede estar la pista que arroje luz sobre la incógnita de nuestra capacidad para percibir la belleza. El experimento mismo asume que la belleza debe ser percibida sin necesidad de conocimiento. Que la sensibilidad no tiene por qué se educada. Que los seres humanos deberíamos ser capaces de reconocer lo bello por medio de algún misterioso mecanismo innato. Es decir, que “gusto” y “juicio estético” son sinónimos. Y es esa intensa presión social que presupone que todos deberíamos saber reconocer lo bello (en literatura, en pintura, en música) la que nos obliga a esa pequeña dosis de hipocresía a la que se aludía al comienzo de este editorial. La única moraleja posible para el fiasco del metro es la siguiente: el conocimiento no es sinónimo de erudición como creen tantos (y por eso huyen del mundo de la cultura) sino de curiosidad por la vida misma. Y el conocimiento está íntimamente ligado a nuestra capacidad para emocionarnos ante la contemplación de lo bello. O en otras palabras, corazón y cabeza son un solo instrumento. Quien no reconoce todas las formas de la belleza no debería sentir vergüenza. Pero si la siente, debería educar su sensibilidad, porque no viene alfabetizada en el ADN.

Revista Arcadia (abril del 2007).


6.Los términos o las expresiones que el autor opone a la belleza en el último párrafo son:

Erudición, gusto educado.

Conocimiento, educación del gusto.

Juicio estético, sentimiento innato.

Gusto, sensibilidad.

7.

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5 mins • 1 pt

UN VIOLINISTA EN EL METRO.

Hay una incómodo pregunta que muchos lectores se habrán hecho alguna vez en la vida, y que tal vez no hayan querido responderse. ¿Qué pasaría si a uno lo pusieran a leer grandes obras de la literatura sin que en ninguna parte del libro apareciera el nombre del autor? ¿Alabaríamos con tanta convicción la sutileza de un cuento de Chejov? ¿Nos perturbaría tanto un monólogo de Samuel Beckett? ¿Aplaudiríamos de pie y con tanto ahínco a García Márquez? […]

En otras palabras ¿Realmente somos capaces de reconocer el genio si no viene “empacado” correctamente, legitimado por un gran museo, premiado por una prestigiosa Academia, refrendado por la historia oficial de la cultura? El Washington Post hizo un experimento para intentar responder esta pregunta. Le pidió al gran virtuoso Joshua Bell, uno de los tres más importantes violinistas vivos del mundo, que se pusiera una gorra de béisbol y se parara en un rincón de una estación de metro en Washington. […] Bell llegó a la estación, abrió el estuche de su violín y arrojo un puñado de monedas para estimular a los paseantes. Eso fue lo que pasó: de los casi dos mil transeúntes que pasaron a su lado esa mañana, solo seis personas voltearon la cabeza con algún signo de interés o se detuvieron un momento a escucharlo. Bell cuenta la desolación que sentía cada vez que terminaba una pieza y en lugar de la acostumbrada ovación, solo seguía un doloroso silencio. Bell recaudó 32 dólares.

Son más las preguntas que surgen del resultado del experimento que las respuestas. Tal vez la belleza necesite de ese contexto santificador para poder ser reconocida, y sea injusto juzgar a las dos mil personas que pasaron al lado de Bell. Aun así, queda un cierto desasosiego en el aire. Si alguien se llegara a enterar de que era uno de esos transeúntes que ignoraron al violinista, quizás le daría algo de vergüenza. Y en esa palabra, “vergüenza”, puede estar la pista que arroje luz sobre la incógnita de nuestra capacidad para percibir la belleza. El experimento mismo asume que la belleza debe ser percibida sin necesidad de conocimiento. Que la sensibilidad no tiene por qué se educada. Que los seres humanos deberíamos ser capaces de reconocer lo bello por medio de algún misterioso mecanismo innato. Es decir, que “gusto” y “juicio estético” son sinónimos. Y es esa intensa presión social que presupone que todos deberíamos saber reconocer lo bello (en literatura, en pintura, en música) la que nos obliga a esa pequeña dosis de hipocresía a la que se aludía al comienzo de este editorial. La única moraleja posible para el fiasco del metro es la siguiente: el conocimiento no es sinónimo de erudición como creen tantos (y por eso huyen del mundo de la cultura) sino de curiosidad por la vida misma. Y el conocimiento está íntimamente ligado a nuestra capacidad para emocionarnos ante la contemplación de lo bello. O en otras palabras, corazón y cabeza son un solo instrumento. Quien no reconoce todas las formas de la belleza no debería sentir vergüenza. Pero si la siente, debería educar su sensibilidad, porque no viene alfabetizada en el ADN.

Revista Arcadia (abril del 2007).


7. Elige la razón que completa el enunciado: el experimento mismo asume que la belleza debe ser percibida sin necesidad de conocimiento porque…

los transeúntes deberían haber adivinado que quien tocaba en el metro era un gran violinista.

aunque no podamos distinguir con claridad qué es bello y qué no lo es, si podemos apreciar y valorar la música de un gran compositor.

la belleza es un sentimiento innato que no depende, para ser juzgada, de la educación que hayamos recibido sobre el arte y la cultura.

los transeúntes estaban obligados a reconocer la belleza, aunque no hubieran escuchado nunca a Bell.

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