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En el extremo sur de Grecia se encuentra una pequeña península, bañada por las azules aguas del Mediterráneo, montañosa, de rocas peladas y estériles, con tres pequeñas llanuras interiores que constituyen el único espacio capaz de albergar una exigua población. De clima cálido y seco, el suelo produce trigo, cebada, olivos, higos y vid, en cantidades escasas, pero de calidad excelente. Abundan las canteras de mármol y las minas de plata, y sus costas son fecundas en pesca. Esta pequeña península se llama el Ática y en su centro se edificó hace ya tres mil años una antigua ciudad que señalará toda una época de la historia mundial: Atenas, la cuna de la democracia.
Parece ser que la población originaria del Ática era de origen pelásgico -un pueblo primitivo del Mediterráneo que practicaba la forma de vida de la ciudad-estado, propia de la época Mesolítica del Medio Oriente. Conocían el alfabeto y la moneda y eran activos comerciantes y navegantes. Se jactaban de haber vivido siempre en el mismo país y según afirmaban, «sus antepasados nacieron en aquel mismo suelo, como las cigarras». La leyenda atribuía la fundación de Atenas a la diosa Palas Atenea -también llamada Minerva por los romanos-, considerada siempre como la protectora de Atenas. A ella fue dedicado el gran templo que desde lo alto de un monte -la Acrópolis preside la ciudad.
A pesar de cierto espíritu localista, en el Ática encontraron refugio los proscritos de todos los regímenes de Grecia. A estos extranjeros, que supieron mezclarse íntimamente con la población indígena, debe Atenas su espíritu abierto, alegre, activo, amante de las artes y de las ciencias, que hizo de esta ciudad el ejemplo de un sistema donde el hombre pudiera crecer y desarrollarse con plena libertad.
(Manuel Sánchez Karr . «Atenas, cuna de la democracia». Hist. y Vida. ).
En la narración se describe un paisaje: