El siguiente es un fragmento de un discurso pronunciado por un líder social, ante la Asamblea General de las Naciones Unidas, el 3 de octubre de 1991.
“En todo lo que hagamos tenemos que asegurar la cicatrización de las heridas que se infligieron a todo nuestro pueblo a través de la gran línea divisoria impuesta a nuestra sociedad por siglos de colonialismo y apartheid. Debemos garantizar que el color, la raza y el género sean solo un don dado a Dios a cada uno de nosotros y no una marca o un atributo deseable que otorgue a algunos una condición especial (…). El camino que tendremos que recorrer para llegar a ese destino no será fácil. Todos sabemos con qué empecinamiento el racismo puede aferrarse en la mente y con qué profundidad puede infectar el alma humana. Cuando está sostenido en el orden racial del mundo material, como fue en nuestro país, ese empecinamiento puede multiplicarse 100 veces. Sin embargo, por dura que pueda ser esa batalla, no nos rendiremos. Sea cual fuere el tiempo que demande, no cesaremos. El hecho de que el racismo degrada tanto al perpetrador como a la víctima nos exige que, para ser leales a nuestro compromiso de proteger la dignidad humana, luchemos hasta lograr la victoria”.
Con este discurso, el líder busca probablemente: